27 de noviembre de 2019

Benalmádena

Torrequebrada, en Benalmádena (Foto: Diputación de Málaga).


HIJO DE LA MAR

Sobre esa arena yace todavía. Es la playa de Benalmádena.
Allí Torrequebrada. Rocas al fondo y el mar inmarcesible.
Holocausto en azul, todo es luz libre.
Aquí la arena fuego no es, pues si arde y quema
el agua pasa suave y la enardece
de otros húmedos brillos. Y aquí en espuma cede
el mar algo que es suyo, por derecho de posesión durable: siglos.
La estatua es bella. Quizá desde la costa del sur de Italia
salió, cuando los Flavios, en un barco ligero
cargados de tesoros, mosaicos y marfiles, arcas de gruesa especie, mármoles, piedras, brillos…
Todo pesado y bello, peligroso en la cava, cuando el tablero es frágil.
Atravesó el soberbio Mediterráneo en calma: todo poder, en olas.
Y ya aquí junto a esa costa, rumbo ¿adónde? en la Bética, la mar irguiose.
Acaso fue su cólera, quizá el desdén: el barco
tragado fue en las minas azules y hubo un grito
armónico, y las ondas hermosas prevalecen.
Todo quietud el mar, el “mar nuestro”, reposa.
Y guarda. Veinte siglos sin alterar su lento
conocimiento: nave, tesoros, piedras, luces,
veladas suavemente por una arena en calma,
son un silencio antiguo, sin tiempo, entre las ondas.
Hasta que nuevas sombras, humanas, ay –delfines–
desnudas irrumpieron, rompiendo el ser constante.
¿Hay algo más constante que el mar? Sus salas únicas
en majestad se esparcen, otorgan, y nadie pisa el ámbito.
Y los delgados peces –no fueron hombres–, ligeros, heridores,
hundieron las paredes del agua dura, eterna
más que inmortal, y abriéronse cortinas, y violaron
la majestad que suma despojos, ofrecidos,
votivos para siempre, ardiendo en luces húmedas.
Oh, fuego sin cenizas bajo el mar, sin dioses.
Y los que allí bajaron, rompiendo espeso el muro
del mar, luego emergieron con el precioso resto
intacto: la piedra bella en orden. La forma: el dios vacío.
Aquí está: es la presea del mar. Justa. Dionisos
quizá, o su sombra infausta. La yerta luz, su peso.
Su misterioso peso, como un rayo ofendido
que ahí se agolpó y deslumbra. La mar, la mar ahí erguida.
Es tiempo, porque humana. Es obra. Ahí en la arena
levanta el brazo en arco sobre la testa libre.
Los pámpanos, el torso desnudo; a la cintura vese
la piel salvaje. El tronco sostiene el cuello y álzase
en fin un rostro joven de veinte siglos puros de mar, de mar sin horas.
No es mármol su materia confusa. Azul la piedra:
mar, mar, es un pedazo de mar, y, en pie, una ola.
Que nunca rompe y abre sus ojos para el hombre
cual si lo reclamara para su origen: aguas, arenas, viento hondísimo.
Playa de Benalmádena… Se ven brazos morenos,
pies trabajados, piernas, vicisitud, esfuerzo.
Y estos hoy andaluces que con su pelo oscuro,
real, hoy congregados, miran con ciertos ojos
la forma intacta, el tiempo petrificado, pasan
efímeros y acaso señalan: “¿Y es un hombre?”.
No, no es un hombre, ved: mitad mar, mitad tiempo,
parece piedra. Y dura. Como en la mar, las olas.

Vicente Aleixandre
(Sevilla, 26 de abril de 1898 – Madrid, 13 de diciembre de 1984).

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